viernes, 25 de julio de 2014

En Senarta, en el Llano de los Baños de Benasque





Estoy sentado en la pequeña terraza de un restaurante  en el llano de Senarta, en el tramo del valle donde están los Baños de Benasque. Ante mí el valle todavía está cerrado por las grandes paredes que dan a al lago de Creueña y más a la derecha, el valle de Estós. Contemplo, a la izquierda y a mitad de la falda casi vertical  -es más bien un paredón - el edificio de los viejos Baños de Benasque, que de lejos semeja una fortaleza y más de cerca una decadente residencia, altiva y solitaria, que recuerda escenarios de películas  decimonónicas o de terror. En el llano,  el rumor  incesante de río Ésera se une al sonido sordo los propios pálpitos del corazón.


Desde aquí contemplo una de sus pozas, donde voluntariosos bañistas intentar soportar el cruel frío de de sus aguas. Tapados por los árboles se oyen las voces juveniles de unos chicos de campamento, que juegan a algún juego sincronizado por sus exclamaciones: ¡cinco, cuatro, tres , dos, uno, cero!. El abedul que me los tapa - cuerpo y brazos de plata con sus  temblorosas hojas verdes perecen seguir el juego. La sombras, pues la tarde ya anda vencida, se van apoderando del paisaje y oscurecen el brillo esmeralda de los prados y dibujan el perfil noble de los árboles. El momento  parece mágico. Mi alma palpita ante tan extremada belleza. Parece estar escuchando la canción de la tierra, que es la misma voz de Dios.

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