domingo, 10 de agosto de 2014

Mis queridos y lejanos feligreses...




 En verano, los feligreses de las misas habituales se esfuman. Se van al pueblo, o al chalet, o a otros lugares de asueto. Los templos, en las misas preceptivas se quedan casi vacíos, sobre todo, en las parroquias tradicionales de barrio. Así que esta tarde de sábado, yo tenía pocos feligreses en la Misa. Desde el altar he podido contarlos: eran treinta y dos.

¡Treinta y dos y ocupaban todo el gran espacio del templo! La razón era que andaban totalmente desperdigados y perdidos por los bancos, como si el contacto pudiera trasmitirles la enfermedad del ébola. En los primeros bancos había solamente unas diez personas, de la mitad para atrás del templo que es muy grande, el resto.

Creo que esto expresa lo mal que entendemos lo de ir a misa los domingos y fiestas de guardar (aunque sea sábado). La Eucaristía es el sacramento de la fraternidad donde los hermanos, alrededor de la mesa, comparten la misma comida: el pan de la Palabra y el pan del Cuerpo de Jesús; por eso todo en una misa debe ser signo de unidad y comunidad.

Y nosotros, sin enterarnos, seguimos poniéndonos para escuchar la misa, en el último banco, lejos unos de otros, convirtiendo la Eucaristía en una acto piadoso e individual. Así que, cuando he comenzado la homilía, que ha sido breve, porque el verano no es tiempo de sermones, me he dirigido a mis alejados oyentes, diciendo: “Mis queridos y lejanos feligreses”…:

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