domingo, 6 de diciembre de 2015

El Año de la Misericordia: un temor.



Ya sabéis  Francisco -el  mejor e imponderable Papa de mayor sentido evangélico y común que ha habido últimamente-, ha declarado este curso como el Año Jubilar de la Misericordia. Su deseo es que la Iglesia abandone toda sus corazas y y castillos y se abra sobre todo a la gente más sencilla, a los humildes, a los  heridos por la vida, a los pobres y a todos los que ansían el perdón de Dios (o sea, todos nosotros). Pero esto no es solamente un deseo, una teoría expresada con el insulso lenguaje eclesiástico. El quiere que la misericordia sea, no una entelequia, sino una acción, algo muy concreto que haga mejorar este mundo. Un impulso activo que borre las desigualdades y que haga brillar la justicia.

Pero hay un peligroso riesgo en el que puede caer la interpretación de esta misericordia. Es convertirla en un sentimiento piadoso, tan sólo una pura virtud o una actitud compasiva interior y estéril (Nietzsche ya lo denunciaba).

Son las extrañas interpretaciones que de la misericordia algunos eminentes gerifaltes de la Iglesia están empezando a realizar: que si unir la misericordia con la eucaristía y la adoración eucarística, que si afirmar que el mejor acto de misericordia es recibir el sacramento de la confesión. ¡Claro que la misericordia tiene que ver con la eucaristía y la penitencia, como también lo tiene que ver con otros aspectos religiosos! ¿Acaso una procesión de una cofradía no puede también ser una acción de misericordia?

Pero no trata de eso, el mismo Papa lo ha  anunciado: misericordia es ejecutar las llamadas "siete obras de misericordia materiales y espirituales". También yo añadiría y las siete sociales.

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