¿Quién es mi prójimo?.
Es la pregunta que hace el maestro de la ley a Jesús. Dice el evangelio que la
hizo por justificarse. Entiendo la palabra no como si hubiera sido una pregunta
evasiva, sino más bien podría significar justificarse =hacerse justo, es, decir
encontrar su sitio en la vida, encontrar su sentido. Jesús le cuenta la
parábola del Buen Samaritano, el hombre que, siendo “maldito" por ser
samaritano, fue capaz de acercarse al hermano herido. Jesús nos dice en primer
lugar que sólo el corazón lleno de misericordia y con ojos que miran al otro como
igual a nosotros, es capaz de llenar de sentido a nuestras vidas, de
justificarnos.
Pero la palabra “prójimo”
no indica para Jesús la idea de el que está cerca, el concepto de proximidad.
No es cuestión de espacio, ni de cercanía, sino de movilidad por nuestra parte,
de acercarnos al que está a nuestro lado, de convertir al otro ("él”, o “ellos”) en alguien que se convierte en un tú, en un
vosotros. Sólo si uno se acerca con el corazón adivina y contempla la necesidad
de los demás. El sacerdote, el levita, aunque tuvieran sus razones, no fueron
capaces de llegar hasta donde yacía el hombre herido. El samaritano sí se
acercó y "sintió compasión" de el. Lo convirtió en un “tú”.
La auténtica compasión -no aquella que
detestaba Nietzsche- mueve entonces a la acción; el samaritano ve que sus
planes se rompen, que su vida se complica, pero hace una primera cura de urgencia,
lo sube a su cabalgadura, lo ingresa en la posada y después da parte de su
peculio para que sea cuidado. La compasión que es misericordia obra el milagro:
nos convierte a todos en hermanos, y restaura la salud y la vida en las
situaciones donde imperaba la enfermedad y la muerte.
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