lunes, 18 de octubre de 2010

La belleza y melancolía del otoño

Esta tarde he estado en Fontanares, un pueblecito de Valencia. He acudido al entierro de un compañero sacerdote. En la sencilla y pequeña iglesia no cabía el pueblo entero. Muchos sacerdotes hemos también asistido. Todos con un gran sentimiento de respeto y cariño hacia Alberto, a quien un cáncer rápido se lo ha llevado. Curioso, pese al dolor, pese a la pena,  nadie ha llorado. A veces, esto expresa mejor que las lágrimas el amor y la amistad hacia una persona. También la esperanza firne de otra vida. Sólo el silencio que se transforma en plegaria es oro puro.
De regreso, como si la misma naturaleza me acompañara en mi sentimiento de melancolía y nostalgia, he sido agraciado con un hermoso atardecer. El sol del otoño, oro viejo y ocre de tierra, acariciaba las viñas rojas y ennegrecidas, que ya habían sido despojadas por la reciente vendimia, de sus racimos de uvas. Los olivos mostraban entre sus agudas y plateadas hojas las abundantes aceitunas verdes que ya empezaban, violáceas, a madurar. Algunos grupos de chopos andaban vistiéndose de amarillo. Incuso los granados brillaban, con sus frutos -las granadas iluminadas por el sol del atardecer- como si fueran farolillos con luz propia. Todo un festín para los ojos. Un atardecer de despedida para mi amigo Alberto, sin duda diseñado y pintado por la mano y  el pincel de Dios.

No hay comentarios:

Publicar un comentario